¿Cómo podemos aplicar la gastronomía sostenible como comensales?
Almanaque de la Cocina Nacional IV
Hola, disculpen la interrupción pero, ¿tienen un minuto para hablar del futuro y gastronomía sostenible? Verán, es probable que lo que comimos ayer sea la causa de la muerte del planeta Tierra. Perdonen el drama, pero es necesario enfatizar que, si seguimos comiendo como lo hacemos, para 2050 este planeta no alcanzará para satisfacer nuestras demandas voraces. Eso significa el fin del mundo como lo conocemos hoy, con huevito en mañana y tacos de suadero a todas horas.
La forma en la que comemos —por lo menos quienes tenemos el privilegio de elegir— tiene un profundo efecto en el cambio climático, lo que amenaza con destruir nuestro hábitat en tres, dos, uno.
El calentamiento global es uno de nuestros problemas más chonchos, nos lo machacan todo el tiempo. Lo sabemos: hay que usar más la bici y menos los autos; evitar los plásticos de un solo uso; producir menos basura; no aventar cochinadas al mar; pero lo que en verdad ayudará a que el apocalipsis no llegue tan rápido es repensar nuestros hábitos alimenticios y mantener una gastronomía sostenible. Aquí va un ejemplo filoso: reducir nuestro consumo de carne de res (digamos…a una vez por semana) ayuda a reducir la huella de carbono en mucha mayor medida que dejar de usar automóviles de gasolina para siempre. En serio, para siempre.
Hay algo que necesitamos saber y no olvidar: en 2021 somos casi ocho mil millones de personas hambrientas y para 2050 seremos casi 10 mil millones. Eso significa que la demanda mundial de alimento aumentará en más del 50 por ciento; como consecuencia los gases de efecto invernadero (GEI) y el calentamiento del planeta se incrementarán también, mientras el agua (recurso limitadísimo) y las tierras disponibles para agricultura, disminuirán. Tendremos que producir más con menos; distribuir mejor lo que hay y, sobre todo, reconfigurar nuestra demanda. No hay de otra: necesitamos convertirnos en comensales ecológicamente conscientes y tomar mejores decisiones.
Ok, pero ¿cómo? Exploremos.
Comer menos carne (¡mucha menos carne!)
Ufff, la carne de res, podríamos comerla a diario (si no es que ya lo hacemos). Una persona en México consume alrededor de 65 kilos de carne de res al año (según datos de la OECD en 2018); cuando en realidad sólo necesitamos 20 kilos de proteína, en general, al año (según las recomendaciones de la OMS). El problema es que el ganado es la causa más grave de destrucción ambiental a nivel mundial. La más grave.
Se sabe: la carne de res es la principal causa de emisiones de carbono del planeta. Las vacas son responsables de emitir dos gases de efecto invernadero: metano (en sus eructos y sus pedos apestosos) y óxido nitroso (que produce el fertilizante nitrogenado utilizado en los campos de granos que alimentan a las vacas). Esto, aunado al largo terreno que se deforesta para pastura, tiene un doloroso costo ambiental.
La carne roja requiere 28 veces más tierra que la producción de pollo y cerdo y 11 veces más agua, lo que resulta en cinco veces más contaminación. Para cubrir la demanda de carne de 2050 (más o menos 88 por ciento más de la actual) necesitaremos añadir una área de pastoreo que mida dos veces lo que mide India. Eso implica la tala de bosques en más de 6 millones de km cuadrados y (aún) más contaminación, pues menos árboles significa más reservas de carbono en la atmósfera. Es un círculo vicioso.
Además, se necesitan alrededor de siete kilos de granos para producir medio kilo de carne; ese grano requiere enormes cantidades de combustible fósil (en forma de fertilizante, pesticida, etc.). En total, se necesitan 55 calorías de energía de combustible fósil para obtener una caloría de carne de res. Hace ochenta años se necesitaba sólo una de combustible y se producían 2.3 de carne. Es absurdo que ahora tengamos un déficit energético a la hora de producir nuestra comida.
La producción de carne afecta incluso a los mares; porque son las inmensas cantidades de desechos del ganado el principal contaminador que se filtra en los ríos y mares. Hacer una sola porción de carne requiere cientos de galones de agua. Así que sí, hay que comer menos carne roja y más proteína del mar y vegetal.
Lo ideal sería que cada vez que comemos carne roja, nos cercioremos que sea orgánica (que es el doble de cara), pero, como diría Rosalía, son ilusiones; tampoco podemos destinar nuestro sueldo a que las vacas y los pollos coman mejor que muchos habitantes de México y del mundo. Tampoco le vamos a preguntar al taquero de confianza si esos de lengua son de vaca orgánica (spoiler: no). Y, sobre todo, no vamos a comer con culpa esos dos taquitos con todo; al final, así es nuestra cultura y comemos lo que conocemos.
Tampoco es posible dejar de comer carne roja por completo; no de manera masiva y tampoco se lo podemos exigir a todos, por ejemplo, a las personas de las comunidades marginadas que viven de la agricultura y la ganadería. A quienes, muchas veces, reciben como pago las entrañas de los animales que matan y descuartizan para la industria masiva de bisteces. Lo que sí podemos hacer es dejar de creer que comer carne roja es símbolo de estatus o que si no la comemos nos quedaremos con hambre; entender que de verdad nuestro cuerpo no necesita tanta proteína animal y reconocer nuestro privilegio: podemos elegir lo que comemos. Así que podemos elegir menos carne (sobre todo de res) en nuestro plato. Menos milanesas en nuestra dieta hará una gran diferencia para la gastronomía sostenible y el planeta.
Más insectos y no sólo en el guacamole
Es mejor comer cerdo que res porque sólo se necesitan alrededor de dos kilos de grano para producir un kilo de carne; sin embargo, la decisión ecológicamente más sustentable en cuanto a proteína animal es comer más insectos; no solo chapulines en el guacamole, sino de todo, desde termitas hasta hormigas gigantes. México tiene más de mil 600 especies de bichos para comer; hay que explorar más.
No todo depende de los comensales. Para que la entomofagia tenga más aceptación, tendría que haber modificaciones en la legislaciones internacionales para que sea una opción de alimentación masiva viable. Por ahora no se pueden exportar insectos por ser considerados peste, y de poco sirve que estén disponibles sólo en comunidades remotas del mundo. Sin embargo, una buena manera de presionar para un cambio, es consumiendo más y más.
Más aguachiles (de pesca sostenible)
El mar es una abundante despensa que nos provee de comida saludable y amigable con el medio ambiente todos los días. El problema es que los océanos contienen cada vez menos comida para nosotros por la sobrepesca y otras malas prácticas de sobreexplotación de especies.
Un grupo de oceanógrafos, junto a The International Programme on the State of the Ocean y otros científicos, se unieron para publicar un reporte en la Universidad de Oxford en 2011 sobre las condiciones de nuestros mares.
“La combinación de factores estresantes en el océano está creando las mismas condiciones que hemos asociado a las más grandes extinciones en la historia de la Tierra”, dijeron.
Es decir, estamos en medio de una de las extinciones más importantes en la historia del océano, que es más viejo que el tiempo, y las especies que corren más riesgo son las más populares en el mercado, como el atún de aleta azul que tanto nos gusta en sashimi con tantita ponzu.
Aún así, comer del mar es mejor opción que la carne roja; así que vale la pena apostarle a la pesca y gastronomía sostenible, pues no sobreexplota especies; pesca sin discriminar y sin desperdiciar; mantiene un equilibrio saludable para no afectar la reproducción y no utiliza métodos destructivos, explosivos o productos tóxicos, como algunos refrigerantes que contaminan.
Como comensales no podemos frenar la extinción del atún, por ejemplo. Sólo podemos contribuir a retrasarla si consumimos otras especies que no estén en riesgo, como las truchas o los langostinos, dos de las especies de acuicultura más importantes en México.
En nuestro país, considerado entre los primeros países megadiversos (que tienen más diversidad biológica), hay casi 600 especies marinas comestibles y muchas iniciativas para impulsar la pesca sostenible y las economías locales en comunidades pesqueras (que son muchas). Solo falta que, antes de consumir, indaguemos un poco en la trazabilidad de nuestro pescado. Eso y aprender a cocinar otros peces y frutos de mar (sí, ya chole con las tostadas de atún).
Cocinar más y más bonito
Comer bien —saludable, nutritivo, variado— implica decisiones que, por inercia, también son buenas para el planeta. Cocinar nos da la libertad de optar por ingredientes más saludables y una gastronomía más sostenible. Sólo necesitamos ser más creativos: cocinar menos carne; más vegetales; menos soya (que también implica un impacto ambiental brutal por la deforestación de ecosistemas para convertir el terreno en monocultivo del grano); más comida fresca y menos procesados. Menos procesados, menos procesados, menos procesado, ¡cien planas! La regla es fácil: mientras más procesado es un alimento, menos saludable es y más impacto ambiental deja (porque procesarlo, en sí, implica un gasto brutal de energía y de combustibles fósiles, además de la basura que generan los empaques). Así que: menos súper, más mercados.
Además, cocinar es bueno para el alma y la mente: nos reconecta al cuerpo y nos aleja de la enajenación de las pantallas. Nos da endorfinas, nos desestresa, nos convierte en seres más creativos y conscientes. (Si pudiera, pondría aquí un emoji de carita feliz.)
Desperdiciar menos y aprender a comer basura
Los alimentos que se van a la basura; la fruta que falleció en el fondo del cajón del refri, por ejemplo; o las verduras feítas que no elegimos en el mercado, representan una fuente importante de emisiones de gases de efecto invernadero.
Casi mil millones de toneladas de comida se desperdician cada año en el mundo, según la FAO. En México son alrededor de 20 mil millones, unos 158 kilos de comida desperdiciada por persona al año. Pausa dramática para procesar estas cifras (y para pensar en la manzana que, si no me como hoy, pasará a ser parte de mis 158 kilos de comida desaprovechada). Es, literal, ¡una montaña de comida!
Qué paradoja, en este mundo, en el que se produce más comida que nunca, miles de millones de personas dejan que su montaña de comida se eche a perder mientras que más de 800 millones no tienen hambre. Por supuesto, necesitamos distribuir mejor la riqueza, pero ese problema es tan grande que ni todos los gobiernos juntos (como si de verdad pudieran hacer equipo) lo van a resolver ni en cien años.
Hay dos tipos de desperdicio de comida y los dos le dan en la torre al medioambiente: Food Waste es la “pérdida de alimentos que ocurre entre la venta y el consumo final”, como cuando los supermercados desechan las verduras “feas”, con manchas, deformidades o pequeños golpes, aunque estén en perfectas condiciones de comerse. Y “Food Loss” que es “la disminución de la biomasa comestible en toda la cadena de suministro de alimentos”, es decir: las pérdidas en la producción (los cálculos de la FAO dicen que se pierde el 33 por ciento de la comida en este proceso).
Además, estas pérdidas producen 3.6 gigantones de CO2, lo que resulta de la digestión anaeróbica de microorganismos, o sea pequeños pedos de gases que contaminan la atmósfera y matan al planeta. Eso es mucho. El Programa para el Medio Ambiente de la ONU dijo que, si todas esas toneladas de desperdicio fueran un país, ese país sería el quinto emisor de gases mundial (el primero es China).
No podemos hacernos cargo del Food Loss pero sí del Food Waste, pues el desperdicio ocurre en nuestros hogares, en nuestro refri, en el restaurante que nos gusta, en nuestras manos.
No es tan difícil hacer algo para mejorar, simplemente no discriminar en el pasillo de perecederos y aprovechar lo más que se pueda de los alimentos que cocinamos. Las cáscaras de papa saben deliciosas cuando las fríes con mantequilla, por ejemplo, y los tallos de las hortalizas quedan perfectos en sopas o hasta revueltos con huevito.
La receta del cambio
El diagnóstico es mucho más complejo que lo que cabe en este texto. Todos los reportes sobre el calentamiento global y sus causas están llenos de números y estadísticas no aptas para mortales; pero la mayoría coincide en que la solución es una mezcla de soluciones que va mucho más allá de las decisiones individuales.
Estamos ante un problema enorme, cultural y enraizado y no puede sólo caer en los consumidores sino también en los ganaderos, agricultores, pescadores, en empresas privadas de alimentos y, sobre todo, en los gobiernos para desarticular el sistema que mantiene la producción descontrolada de comida que contamina. Sin embargo, nosotros, los comensales, determinamos la demanda con nuestras decisiones diarias y sí, cualquier cambio en nuestros hábitos significará una gran diferencia.
Necesitamos acercarnos a la comida y la gastronomía sostenible desde otros puntos de vista; no sólo desde el entretenimiento y entender que lo que decidimos comer hoy puede salvar o condenar al mundo de una muerte prematura. Necesitamos hablar más sobre esto, concientizarnos, promover la cultura de la sostenibilidad y exigirle a los gobiernos menos discursos y más políticas públicas que ayuden.
Como todos los grandes movimientos, el de conseguirnos un futuro y gastronomía sostenible no será rápido. Tardará generaciones pero estamos apenas a tiempo de actuar.
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