El nuevo Máximo y el arte de viajar con los sabores
Extrañar el destino, pero más el viaje. Eso nos ocurre a todos los que amamos viajar, y que acostumbrábamos hacerlo con cierta frecuencia hasta que llegó la pandemia de coronavirus y nos puso frenos a las alas.
Así, estuvimos en casa, comprometidos con nuestra salud y la de los demás, hasta que el semáforo de la Ciudad de México se puso en naranja —mas no en verde—. Y decidimos, algunos, correr el riesgo de salir a nuestras calles, visitar nuestros parques y, ¿por qué no? Acudir a nuestros restaurantes favoritos.
La situación es triste: los establecimientos no pueden llenar a más de 30% su capacidad, y si bien hay días que lo logran, también hay otros en los cuales ni una sola persona se para por ahí. «Lo que pasa es que la gente tiene miedo», dicen muchos de ellos. ¿Y cómo no tenerlo, si allá afuera hay un virus que puede ser mortal?
Sin embargo, al asistir a un restaurante en la «nueva normalidad» (¿quién no alucina ya ese término?) la tensión comienza a disminuir. Ozono, luces ultravioleta, gel antibacterial, medición de temperatura, tapetes con cloro para los zapatos. Los meseros, con cubrebocas puesto todo el tiempo. Los cubiertos y platos, con sellos de «sanitizados».
Entonces, la nueva normalidad se vuelve un ritual. El ritual de lavarnos las manos, sentarnos en la mesa y retirarnos nuestras mascarillas antes de probar el primer bocado. Llega un punto en el cual se te olvida que afuera hay una pandemia, porque el corazón comienza a llenarse con lo familiar: la copa de vino, la entrada, los ojos sonrientes del mesero… Sí: es posible olvidarse por una hora que afuera todo parece apocalíptico.
Máximo 65 Bis, el nuevo Máximo
Durante la cuarentena, solía decir: «Cuando esto termine, lo primero que quiero hacer es ir a Máximo». La motivación no solamente provenía de recuerdos de antaño —una cena romántica previo a dar a luz a mi hija—, sino al deseo de mostrarle a Eduardo García, chef del lugar, mi respeto.
Y es que, a decir verdad, en cuanto se declaró emergencia de salud nacional y los restaurantes debieron cerrar sus puertas, quien sorprendió por su agilidad y fortaleza fue «Lalo». Así, en las redes sociales de Máximo observábamos todos un menú de take out que cambiaba de lunes a domingo. También, a diferencia del Eduardo García alejado del spot, lo encontramos produciendo videos diarios con su teléfono, dentro de su cocina, haciendo lo que ama y de lo que sin duda resulta prodigioso: cocinar.
Máximo a casa
Cordero braseado, mejillones, hamburguesas, pollos orgánicos y el inolvidable pan con ceniza de berenjena. Todo con precios accesibles, además de una oferta gastronómica que seducía a cualquiera (¿quién no quiere tener a Máximo en casa?). Así, Eduardo García y su esposa, Gabriela López, encontraron en medio de la crisis, una oportunidad de negocio que enviaba el mensaje: aquí nadie se va. Aquí todos seguimos trabajando, y se hace lo que se tenga que hacer.
Pasaron tres meses hasta que el semáforo de la Ciudad de México se pintó de naranja, y el chef llegó con una sorpresa ya anticipada. Un nuevo Máximo, en la avenida Álvaro Obregón 65 bis. El sitio, ubicado en lo que antes era un billar, invita desde la entrada a inspeccionar cada rincón, como si uno estuviera adentrándose en una instalación de arte contemporáneo.
Mesas y sillas de madera contrachapada, colocadas de manera que conforman largos pasillos que dan la impresión de una mayor profundidad —por completo alejado del pequeño Máximo Bistrot, en Tonalá, que por cierto, sigue con menú para llevar—. Al fondo, un hermoso árbol que rompe con el minimalismo del lugar, y si uno levanta la vista, observa, además de un arco techo, un domo con vista al cielo de la colonia Roma.
La nostalgia que conlleva Máximo
El ambiente se llena de cantos de pájaros, y de repente, uno se siente no en un restaurante de alta escuela —que lo es—, sino en una especie de granja urbana. Máximo está inspirado en la infancia de Eduardo, cuando vivía en el estado de Ohio, en Estados Unidos. Por aquellos años habitaba con su familia, literalmente, en bohardillas ubicadas al interior de graneros. Se dedicaba a la pizca agrícola de hortalizas como el melón o el pepino.
Así, el nuevo Máximo recuerda a los grandes galerones del medio oeste americano, donde la vida sucede al interior de las naves industriales. Y la comida, en cambio, nos recuerda a la esperanza de una nueva normalidad en la que el sabor no se ha extinguido. El menú de temporada (a base de hongos) puede sacarle una lágrima de emoción a cualquiera debido a la perfecta mezcla de texturas. Y la carta regular no se queda atrás.
Sabores a la altura de Eduardo García
Optamos por un par de clásicos de Máximo: Kampachi con vinagreta de soya jengibre, dashi de jitomate y aguacate; Cavatelli con ragout de cordero y hongo duraznillo. El Huachinango a la brasa (perfecta cocción) espinacas, mantequilla de kombu y jitomate ahumado; la Arrachera gallo a la brasa, puré de papa, jugo de echalote. De dulce final, cerramos con el Helado de queso de cabra Chaurand, philo, guayaba y aceite de oliva, y un irresistible Fondante de chocolate con helado de coco.
Una experiencia digna de la nueva normalidad
Sin música (porque la nueva normalidad no lo permite), pero con el sonido de las aves, que en algún momento se siente tan real que conmueve, degustamos nuestros platillos. Todo mientras observábamos a unos cuantos metros a Eduardo García en su cocina, al centro, picando verduras y preparando absolutamente todo con el máximo detalle. Jamás lo vimos detenerse, y su equipo (tanto de cocina como de sala) se mostraban entusiastas por volver a servir, a trabajar, a cocinar. Todos con cubrebocas, manteniendo la sana distancia con los comensales, con tiempos de entrega perfectos y presentaciones impolutas.
Así fue Máximo, donde además de descansar unas horas de la pandemia, nos percatamos de algo, quizá lo más bello en estos tiempos: que no necesitamos de un avión para viajar. Siempre podemos ir a un restaurante que nos guste, disfrutar los sabores que nos recuerdan que la vida sigue siendo bella, y volver a casa satisfechos, con la única maleta de la memoria llena. Porque al final, para viajar, a veces solo se necesita una mesa bien puesta.
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